Vanesa Amenabar – Casa de Papel
“El hombre no es él mismo cuando habla en su propia persona. Dadle una máscara y te dirá la verdad”, Oscar Wilde
Vanesa Amenabar – Casa de Papel
“El hombre no es él mismo cuando habla en su propia persona. Dadle una máscara y te dirá la verdad”, Oscar Wilde
Me acerco a la obra de Vanesa Amenabar convocada, a prima facie, por su atractivo estético. Me atrae la materialidad del papel, la sutileza del acabado de las formas, una figuración familiar y carismática que genera empatía automática, la referencia a la naturaleza, colores plenos que unifican la estructura de la obra y los pequeños detalles que hacen de cada pieza un relato único dentro de un conjunto de obras que tienen pinceladas conceptuales afines. Me cuenta la artista: “Mi arte es una conexión que ocurre entre mis manos, la materialidad del papel, el bisturí, la tijera, agujas e hilos y mis soliloquios. Materializo en el papel algo que aún no fue pensado. El papel es un lenguaje. Es sentir su textura con los relieves en cada diseño. Escuchar el sonido que genera con el movimiento según su gramaje. El juego de colores y efectos visuales que se genera, su aroma según las tintas que se utilizan para teñirlos”. Y partiendo de ese papel como material que le ofrece la condición de posibilidad creativa, empiezo a adentrarme en las obras porque intuyo que ellas guardan un relato superador entre recortes, pigmentos y texturas.
Nacida en Mendoza, con una formación profesional que combina lo empresarial con el diseño, Vanesa Amenabar se acerca a las artes desde muy chica transitando el campo de la música, la fotografía social y el diseño de indumentaria y de interiores. Pero tras su traslado a Buenos Aires hace más de una década, luego de vivir muchos años en Rio Negro y Neuquén, su obra marca un giro drástico que la lleva a conectar con el papel, soporte material que condiciona sus elecciones dentro de las artes plásticas ya que es el eje que regula el hacer; todo parte del papel. Algunos trabajos de los últimos años marcan el ritmo de un rumbo sostenido en el tiempo. Cada serie, con sus particularidades, despliega un abanico de posibilidades técnicas de plegado, calado, cortes con bisturí, experimentaciones con pigmentos y teñidos de diversos papeles de variados gramajes y medidas, dispuestos sobre bastidores.
Despabílate Amor (2019) nos acerca un universo de alas de colores. Síntesis absoluta, nada pareciera indicar que haya que mirar más allá de lo que la figuración propone y que se reafirma en los títulos. Y es porque el objetivo está puesto allí, en guiar al espectador a un lugar donde la reflexión sea producto de un ejercicio a posteriori: conectar con la belleza, la impronta de la elegancia, la vitalidad de un relato que esconde por detrás un universo de experiencias no siempre del todo felices, es una intencionalidad manifiesta. Es bien sabido que los artistas cuentan con un as en la manga frente a todo el resto de los mortales y eso tiene que ver con poder sublimar en su obra cuestiones tormentosas que a todos nos afectan de manera variada pero que no todos podemos resolver, reconvirtiéndolas en una experiencia que nos enriquezca, aun cuando tenga fundamentos en una experiencia traumática. No hay detalles conceptuales a la vista; eso no haría más que quitarle al espectador la posibilidad de ejercer una asociación propia de cara a lo que ve en una obra. En estos trabajos hay un batir de alar, un cambiar el rumbo, un soltar y repensar la estrategia para sobrevivir; volar es una de ellas. El papel sale del plano, tiene forma, volumen, cuerpo, tridimensionalidad. Se expanden los horizontes a partir hacia un destino incierto pero reconfortante en su potencialidad que hace crecer.
La serie A Flor de Piel (2020) reafirma esta búsqueda. Los títulos vuelven a hacer un juego de palabras que vinculan la obra con una lectura quizás un tanto “naif”. Sin embargo, cuando el espectador logra conectar con aquello que está por detrás del velo de lo aparente, difícilmente pueda ya dejar de verlo y retomar el estadio anterior. Una serie que la artista define como una suerte de “conexión entre la textura de la piel de la obra y la del nuestro propio”. La naturaleza se manifiesta en flores de colores pregnantes que dejan a la vista un trabajo obsesivo y exquisito en el tratamiento de un material tan frágil como resistente y noble como es el papel, convertido en soporte de emocionalidades intensas que se manifiestan en cada entrecruzamiento de sus fibras coloreadas.
Sin embargo es la serie Volver a Ser, Volver a Hacer (2020) la que más me acerca a poder develar ese misterio detrás de los nombres femeninos que definen cada máscara, cada antifaz. Las máscaras siempre fueron y son utilizadas, históricamente, para acompañar al hombre en una metamorfosis desde donde se puede acceder a decir y hacer aquello que nos es ajeno -porque estamos representando a otros – o aquello que nos es absolutamente propio y que silenciamos consciente o inconscientemente. La máscara protege a quien la porta, le da un marco de legalidad similar al del juego donde se establecen reglas y dentro de ese pacto, todo lo que esas reglas contemplen, hace válidas las acciones. La máscara representa y a veces presenta y es por eso que es un aliado perfecto para ahondar en pasadizos misteriosos. Pero es en ese descuido frente a lo que la máscara se supone que oculta, donde se deslizan las claves para abrir las puertas secretas. Una sola cosa no puede ocultar el antifaz sino que por el contrario, se reafirma por la omisión del resto del rostro: la mirada. Es ese ingreso al alma, parafraseando a los poetas, lo que queda sin velo, lo que permite registrar el rastro de humanidad que se esconde detrás. Las máscaras y los antifaces de Vanesa enmarcan y engalanan miradas femeninas que se convierten en parte de la obra junto con el acto de mirar en sí de quien pudiera portarlas.
Me gustaría cerrar este recorrido con una obra que representa para mí, una síntesis de la obra de Vanesa Amenabar. Rosa (2020) es una instalación de pared donde una enorme cantidad de pequeñas flores en una paleta resumida al blanco, visón y rosa pálido, se despliegan formando un entramado cuasi romántico. En cada una de ellas se descubre un tratamiento preciosista, detenido, como si un acto de meditación guiara la práctica de la artista y en un momento de soledad e infinita paciencia, se dispusiera a elaborar una multitud de pétalos que devienen flores con hojas y pimpollos que toman el espacio. Sin embargo, sus colores son de un pastel nostálgico, convocan más a un invierno que a una primavera, tienen algo marmóreo, artificial, propio de lo que emula algo que no es real. Un paraíso que no es todo lo aparente, un trasfondo melancólico desde donde se reelaboran los dolores y las tristezas y se los transforma en un discurso visual más edificante que la angustia. La obra de Vanesa transita ese curioso pasaje desde donde, de las entrañas del silencioso invierno donde todo se gesta, se dan nuevos renacimientos que necesitaron, originariamente, del dolor y de la oscuridad para luego ver la luz.
Lic. María Carolina Baulo, Marzo 2021
Me acerco a la obra de Vanesa Amenabar convocada, a prima facie, por su atractivo estético. Me atrae la materialidad del papel, la sutileza del acabado de las formas, una figuración familiar y carismática que genera empatía automática, la referencia a la naturaleza, colores plenos que unifican la estructura de la obra y los pequeños detalles que hacen de cada pieza un relato único dentro de un conjunto de obras que tienen pinceladas conceptuales afines. Me cuenta la artista: “Mi arte es una conexión que ocurre entre mis manos, la materialidad del papel, el bisturí, la tijera, agujas e hilos y mis soliloquios. Materializo en el papel algo que aún no fue pensado. El papel es un lenguaje. Es sentir su textura con los relieves en cada diseño. Escuchar el sonido que genera con el movimiento según su gramaje. El juego de colores y efectos visuales que se genera, su aroma según las tintas que se utilizan para teñirlos”. Y partiendo de ese papel como material que le ofrece la condición de posibilidad creativa, empiezo a adentrarme en las obras porque intuyo que ellas guardan un relato superador entre recortes, pigmentos y texturas.
Nacida en Mendoza, con una formación profesional que combina lo empresarial con el diseño, Vanesa Amenabar se acerca a las artes desde muy chica transitando el campo de la música, la fotografía social y el diseño de indumentaria y de interiores. Pero tras su traslado a Buenos Aires hace más de una década, luego de vivir muchos años en Rio Negro y Neuquén, su obra marca un giro drástico que la lleva a conectar con el papel, soporte material que condiciona sus elecciones dentro de las artes plásticas ya que es el eje que regula el hacer; todo parte del papel. Algunos trabajos de los últimos años marcan el ritmo de un rumbo sostenido en el tiempo. Cada serie, con sus particularidades, despliega un abanico de posibilidades técnicas de plegado, calado, cortes con bisturí, experimentaciones con pigmentos y teñidos de diversos papeles de variados gramajes y medidas, dispuestos sobre bastidores.
Despabílate Amor (2019) nos acerca un universo de alas de colores. Síntesis absoluta, nada pareciera indicar que haya que mirar más allá de lo que la figuración propone y que se reafirma en los títulos. Y es porque el objetivo está puesto allí, en guiar al espectador a un lugar donde la reflexión sea producto de un ejercicio a posteriori: conectar con la belleza, la impronta de la elegancia, la vitalidad de un relato que esconde por detrás un universo de experiencias no siempre del todo felices, es una intencionalidad manifiesta. Es bien sabido que los artistas cuentan con un as en la manga frente a todo el resto de los mortales y eso tiene que ver con poder sublimar en su obra cuestiones tormentosas que a todos nos afectan de manera variada pero que no todos podemos resolver, reconvirtiéndolas en una experiencia que nos enriquezca, aun cuando tenga fundamentos en una experiencia traumática. No hay detalles conceptuales a la vista; eso no haría más que quitarle al espectador la posibilidad de ejercer una asociación propia de cara a lo que ve en una obra. En estos trabajos hay un batir de alar, un cambiar el rumbo, un soltar y repensar la estrategia para sobrevivir; volar es una de ellas. El papel sale del plano, tiene forma, volumen, cuerpo, tridimensionalidad. Se expanden los horizontes a partir hacia un destino incierto pero reconfortante en su potencialidad que hace crecer.
La serie A Flor de Piel (2020) reafirma esta búsqueda. Los títulos vuelven a hacer un juego de palabras que vinculan la obra con una lectura quizás un tanto “naif”. Sin embargo, cuando el espectador logra conectar con aquello que está por detrás del velo de lo aparente, difícilmente pueda ya dejar de verlo y retomar el estadio anterior. Una serie que la artista define como una suerte de “conexión entre la textura de la piel de la obra y la del nuestro propio”. La naturaleza se manifiesta en flores de colores pregnantes que dejan a la vista un trabajo obsesivo y exquisito en el tratamiento de un material tan frágil como resistente y noble como es el papel, convertido en soporte de emocionalidades intensas que se manifiestan en cada entrecruzamiento de sus fibras coloreadas.
Sin embargo es la serie Volver a Ser, Volver a Hacer (2020) la que más me acerca a poder develar ese misterio detrás de los nombres femeninos que definen cada máscara, cada antifaz. Las máscaras siempre fueron y son utilizadas, históricamente, para acompañar al hombre en una metamorfosis desde donde se puede acceder a decir y hacer aquello que nos es ajeno -porque estamos representando a otros – o aquello que nos es absolutamente propio y que silenciamos consciente o inconscientemente. La máscara protege a quien la porta, le da un marco de legalidad similar al del juego donde se establecen reglas y dentro de ese pacto, todo lo que esas reglas contemplen, hace válidas las acciones. La máscara representa y a veces presenta y es por eso que es un aliado perfecto para ahondar en pasadizos misteriosos. Pero es en ese descuido frente a lo que la máscara se supone que oculta, donde se deslizan las claves para abrir las puertas secretas. Una sola cosa no puede ocultar el antifaz sino que por el contrario, se reafirma por la omisión del resto del rostro: la mirada. Es ese ingreso al alma, parafraseando a los poetas, lo que queda sin velo, lo que permite registrar el rastro de humanidad que se esconde detrás. Las máscaras y los antifaces de Vanesa enmarcan y engalanan miradas femeninas que se convierten en parte de la obra junto con el acto de mirar en sí de quien pudiera portarlas.
Me gustaría cerrar este recorrido con una obra que representa para mí, una síntesis de la obra de Vanesa Amenabar. Rosa (2020) es una instalación de pared donde una enorme cantidad de pequeñas flores en una paleta resumida al blanco, visón y rosa pálido, se despliegan formando un entramado cuasi romántico. En cada una de ellas se descubre un tratamiento preciosista, detenido, como si un acto de meditación guiara la práctica de la artista y en un momento de soledad e infinita paciencia, se dispusiera a elaborar una multitud de pétalos que devienen flores con hojas y pimpollos que toman el espacio. Sin embargo, sus colores son de un pastel nostálgico, convocan más a un invierno que a una primavera, tienen algo marmóreo, artificial, propio de lo que emula algo que no es real. Un paraíso que no es todo lo aparente, un trasfondo melancólico desde donde se reelaboran los dolores y las tristezas y se los transforma en un discurso visual más edificante que la angustia. La obra de Vanesa transita ese curioso pasaje desde donde, de las entrañas del silencioso invierno donde todo se gesta, se dan nuevos renacimientos que necesitaron, originariamente, del dolor y de la oscuridad para luego ver la luz.
Lic. María Carolina Baulo, Marzo 2021